Un día mi hermano me dio la idea de escribir cada día, en cada despertar, lo primero en lo que pensara. Llevo unos días pensando en hacerlo, pero, desde luego, con lo que he soñado hoy, este es el momento adecuado. Y es que los primeros pensamientos tras un sueño, tras ese tiempo en el que la imaginación vuela libre y no se ve turbada por la conciencia de la existencia, tanto de los sentidos como de la mente, creo que son pensamientos si no más puros, desde luego más inocentes y más propios.
Me acabo de despertar de la siesta y la verdad que lo he hecho sobresaltada. Estaba soñando que me quedaba paralítica. Era como una de esas veces que me despierto, no me puedo mover, y me quedo como en Kill Bill pensando “mueve el dedo gordo del pié”.
Pero esta vez ha sido un poco más sueño que realidad. En el sueño yo estaba tumbada en la cama medio dormida y oía a mi abuela que decía a mi tía “no la despiertes que esta noche ha dormido muy poco”. Mi tía le contestaba “pero que me ha dicho que quería venir al despacho, que le despertara”. Al escucharles yo intentaba levantarme y, sin lograrlo, acababa tirada en el suelo arrastrándome hacia la puerta. Cuando por fin llegaba (porque todo esto ha venido acompañado por la banda sonora de la ansiedad y el agobio), abría la puerta y me arrastraba hasta el baño para mirarme la cara, que me imaginaba pálida, con ojeras y sin movimiento.
Entonces me he despertado, he visto que aun eran las 4 menos 10, que tenía tiempo de sobras antes de que se despertara mi tía y, lo más importante, que seguía pudiendo mover todo mi cuerpo (bueno, sigo sin poder subir las orejas ni levantar la maldita ceja derecha sin que la otra le acompañe). En ese momento no es que haya pensado, sino que, más allá, he sentido, la suerte de tener, aunque no todo lo que podría tener, sí todo con lo que he nacido y he ido adquiriendo con los años.
No sé realmente que haría ahora si perdiera algo tan importante por lo cotidiano como el movimiento o la palabra.
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