Y si nos paramos a pensar todo es igual. Las mismas casas, la misma gente, la misma rueda que es la rutina de lo constante y de lo inconstante. Las mismas guerras. La misma gente estática, la misma sociedad estática y continuamente en vela. Son los mismos cuerpos vagando sin alma por el transbordo de plaza Cataluña.
El mismo cuerpo sin alma que se mira en el espejo jurándose a si mismo su alma. Es el mismo cuerpo que envejece buscando soluciones a problemas que el mismo crea, a jeroglíficos y rompecabezas que le mantienen distraído mientras está sentado en la rueda, que es la rutina de lo constante y de lo inconstante. La misma rueda que no es rueda y que no gira. El mismo circulo que es un punto de una sola dimensión que es la vida.
Pero no se grita porque el grito no es constante ni es inconstante. Porque el grito no está dentro de la rueda. Porque un grito querría decir un nuevo dilema, una asimilación de lo inasimilable, un vistazo lejos del espejo de lo físico. Un grito sería una conducta agresiva a esa rueda que es la rutina. Un grito crearía una nueva dimensión irrenunciable del que grite.
Sólo un grito.
Pero ni siquiera se murmura porque no es diferente sino imposible. Lo diferente existe. Luchamos por ser diferentes, por sentirnos diferentes, distantes de lo que nos rodea. Pero aun así necesitamos estar aferrados al mundo, que sí que gira.
Lo inmaterial molesta. Lo inmaterial duele porque lo sentimos inalcanzable e imposible. Todo lo inmaterial es una carrera sin meta, es una proposición infinita sin sentido, sin principio ni final. Lo inmaterial es un campo recién nevado y virgen en el que sólo los locos pueden entrar.
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